Por Ailen Pérez B.
Las procesiones que transitaban por las antiguas calles del distrito de Chorrillos, que rodea al océano Pacífico, en Lima, se mezclaron con los recuerdos, cercanos aún, de una fría Canadá, y con el descubrimiento de una movida indie que hasta ese entonces era totalmente ajena a Nicolás Saba Salem, cantante de la agrupación peruana Kanaku y el Tigre. Los bombos de aquellas procesiones sonaban como elefantes, y la languidez de los instrumentos de viento le recordaban a la atmósfera melancólica que se respiraba los domingos en la ciudad. Incluso esa sonoridad, que había existido desde antes que él existiera, era desconocida para él. Pero había un vínculo que unía a Toronto con Lima. Esas marchas procesionales combinaban en espíritu con el folk anglo y francés que había escuchado en una ciudad ubicada mucho más al norte. Corría el año 2009. Trayecto: de Canadá a Perú. Casi ocho mil kilómetros de distancia. Un año después de ese reencuentro con Lima, con una cultura que ahora empezaba a reconocer a través de otros sentidos y, con ello, a reinterpretar a través de otros sonidos, empezaría a construirse Caracoles (2010), no solo el primer disco de la banda sino la materialización de todo lo aprendido y absorbido en su juventud y adolescencia.
Nicolás y Bruno Bellatín, guitarrista, se conocían desde el colegio. Sus inquietudes musicales fueron variando, creciendo y encontrando puntos en común hasta que confluyeron en el mismo caudal: Kanaku. Aquello que inició con un sonido folk acústico se fue convirtiendo en un proyecto más experimental y psicodélico. No había restricción en cuanto a los sonidos. Y, menos aún, cómo llegar a ellos. Cualquier objeto que pudiera desprender un sonido era una oportunidad. Botellas, juguetes y globos. Y junto con ellos, todas las exploraciones de la voz que pudiera permitir el diafragma. Si existía una regla era que no la había.
Las formas tradicionales de tocar instrumentos no comulgaban con el interés de Nicolás y tampoco con el de Bruno. De hecho, cuando interpretaban la música andina nunca lo hacían de la forma más «educada». Su proceso de descubrimiento priorizaba la libertad al momento de crear antes que el estudio académico de los diferentes estilos que iban apareciendo en su radar. La consigna era la exploración constante. Lo genuino, lo visceral. Todo se fue acomodando de una manera muy natural, consecuente con sus procesos iniciales. Y sí empezaron a darle forma a un proyecto con un estilo «sarcástico infantil y ligeramente melancólico», como describen sus integrantes. El resultado fue el nacimiento de un grupo de folk-pop psicodélico que hacía guiños al folklore, y que tenía a la ciudad como protagonista. Y también a la pertenencia y la ausencia. A la irreverencia. Al vaivén. La inocencia, el descubrimiento cruel. La ilusión. Edificios y mar frío. Juego. El crecimiento en una Lima tanto ajena como reconocida. Arena, monóxido de carbono. Consenso. Rutina. El concreto, la neblina. Los monstruos. Flores y bocinas.
Inicialmente, Caracoles no estuvo pensado como un producto para comercializar. Tampoco esperaban un reconocimiento de los demás, mas sí, de una manera inconsciente, la confirmación de que las improvisaciones, los esfuerzos y las ideas podían canalizarse en algo material: un disco. Una tarde regresando de grabar, la maqueta de Bicicleta sonaba en el auto. Nicolás estaba acompañado por Marcial Rey, músico y amigo. «Con esa música viajarán», comentó Marcial. Nicolás se imaginó que le hablaba de esos viajes alucinógenos propios del Ayahuasca, pero su comentario se refería tanto a despegues como a aterrizajes. Marcial hablaba de aviones, de viajar en aviones. Era una forma de decirle que tendrían mucho éxito. «Yo también quiero ser parte de la banda», le dijo. Había llegado, así, el tercer integrante de la agrupación y, posteriormente, quien se convertiría en su director. La banda estaba creciendo y eso se vio reflejado también en la incorporación de un set de batería, un cajón peruano, una guitarra eléctrica, nuevas voces. Se unieron también Noel Marambio en el contrabajo y David Chang en el banjo y ukelele. Con ellos, y no podía ser de otra forma, un pianito de juguete, un serrucho para tocar un arco de violín, una armónica, y demás objetos curiosos con los que fueron construyendo una imagen que pronto llamaría la atención de muchos oyentes. Tocar en vivo era inminente.
Todo empezó en tiendas de ropa, galerías de arte y centros culturales de la capital. Ninguna de estas presentaciones estaba concebida en el proceso de creación del disco y «hacer las cosas sin recursos generaba un estímulo creativo muy poderoso», recuerdan los integrantes. El clic fue inmediato. Los músicos entendieron in situ que la necesidad de presentarse en vivo era una parte imprescindible de todo el trabajo que habían hecho durante meses, y las personas que asistieron a esos eventos encontraron a una banda atípica, juguetona y, por ese entonces, con un talento inclasificable que llenaba un hueco en la escena musical nacional que los oyentes ni siquiera sabían que existía. Naturalmente, el boca a boca y las incipientes redes sociales hicieron su trabajo. Kanaku y el tigre ya empezaba a quedarle muy grande a los escenarios pequeños, esos donde «la distancia entre uno y el público es digna de ser atravesada por un salto olímpico», bromea Saba. Lo que vino después, ya es historia: sus canciones empezaron a sonar no solo en el Perú sino que viajaron a radios de Colombia, México, Venezuela, Argentina, Estados Unidos y España. Llegaron más discos y también otros integrantes se unieron al proyecto. Bicicleta y su personalidad liviana y lúdica generó mucha atracción. Quizás aquella identificación del público con la banda surgía de la naturalidad con la que expresaban vivencias comunes a toda una generación, de la libertad con la que tocaban objetos que no eran instrumentos como si lo fueran, de esa actitud despreocupada, pero nunca indiferente.